miércoles, 1 de abril de 2015

◇ Entre la locura y la muerte

Con su cara hundida entre las almohadas húmedas a causa de sus lágrimas, Angie lloraba en silencio, encerrada en su oscura habitación. Si aún estuviera ahí, su fiel amigo Max la habría apoyado, habría lamido esas lágrimas de su cara moviendo felizmente la cola y la habría animado a jugar, olvidando así todos sus problemas. Pero ya no estaba, al menos en el mundo de los vivos. Era un pastor alemán de 11 años, un regalo para Angie de sus padres, actualmente separados, en su 5º cumpleaños. 
   Angie era una adolescente muy reservada, tímida y con baja autoestima. Pasaba la mayor parte de su tiempo libre enganchada al ordenador, jugando videojuegos y chateando con desconocidos que para ella eran lo único más parecido a amigos que tenía. Su verdadero amigo, al que conocía en la vida real ni siquiera era humano. Era Max, el pastor alemán que murió a causa de una enfermedad del hígado. Y ahora no lo tenía a su lado, se sentía sola. Estaba sola.
   -¡La cena, Angie! ¡La cena! -Gritaba su madre desde el comedor.
Angie se secó las lágrimas con las sábanas. «No me apetece mucho comer.» Pensó. Se levantó sin ganas y fue directamente al cuarto de baño. Cerró la puerta, abrió el grifo y con el agua fría se lavó la cara. Levantó la cabeza para mirarse en el espejo y éste empezó a romperse lentamente. Ella se apartó, pero siguió mirando al espejo extrañada. Veía su reflejo cada vez más distorsionado e irreconocible. Un espeso líquido rojo comenzó a salir despacio de los estrechos espacios de rotura en el espejo.
   -Sangre... -Susurró Angie tapándose la boca con la mano. -Madre mía, ¡es sangre!
La chica se abalanzó desesperadamente contra la puerta, intentando abrirla, golpeándola con fuerza al ver que no lo conseguía, gritando.
   -¡Mamá, joder, no puedo abrir la puerta! ¡Joder, hay sangre mamá! 
Los desesperados gritos de su hija hicieron correr a la madre hacia el baño donde se encontraba y se sorprendió por la facilidad con la que consiguió abrir la puerta.
   -¿Qué ocurre? ¿Qué problema tenías con la puerta? -Preguntó la madre confusa.
   -Te juro que no podía abrirla. -Aseguró Angie. -Había sangre en el espejo, está roto, mira.
Las dos miraron hacia el espejo, que estaba en perfecto estado, limpio e impecable. Tal y como lo dejó la madre al limpiarlo esa misma mañana.
La confusa mirada de su madre, le dio a entender a Angie que no le creía, pensaba que estaba loca de remate. Pero ella estaba totalmente segura de que, lo que vio hace unos minutos fue completamente real. No era ningún sueño, no estaba alucinando. ¿Cómo le iban a creer si ella misma fue la única testigo de lo que pasó? ¿Cómo iba a explicarlo si, al venir su madre, todo volvió a la normalidad? 
   Esa noche, Angie se fue a la cama sin cenar, sin hacer los deberes y sin haberse sentado delante del ordenador durante horas, como de costumbre. Simplemente se tumbó en la cama, cerró los ojos e intentó olvidarlo todo. Todo excepto a Max, que dejó un gran espacio vació en su cama y en su solitario corazón.
Al día siguiente, a la hora del recreo en el instituto, Angie permanecía callada en el grupo de sus compañeras de clase, con las que sólo estaba para no quedarse sola y con las que no tenía absolutamente nada en común. El patio era bastante grande, con un campo de fútbol asfaltado y unas gradas para sentarse. Aún así parecía pequeño cuando estaba tan lleno de jóvenes comiendo sus bocatas, charlando y paseando de un lado para otro. 
   Angie tenía su mirada fija en un árbol. Un árbol con grandes hojas verdes que el suave viento mecía con tranquilidad. La chica se distraía mucho con este tipo de cosas, le ayudaban a pensar, alejarse de la realidad y crear un mundo mejor en su imaginación. 
De repente vio algo pequeño y blanco cerca del árbol que estaba mirando. Entrecerró los ojos y se dio cuenta de que era un perro. Un pequeño, blanco y peludo perrito correteaba alrededor del árbol. «¿Qué hace ese perro aquí?» Pensó. «Seguro que dejaron la puerta principal abierta y el pequeñín se coló» Se contestó a sí misma. Pero la curiosidad le hizo levantarse, coger su mochila e ir corriendo hacia donde se encontraba el animal. Eran sólo unos metros, pero al llegar, el perro ya no estaba.
   -¿Por dónde se ha ido el perro? -Preguntó Angie a un grupo de chicos.
   -¿Qué perro? -Se miraron unos a otros confusos, encogiéndose de hombros.
Angie miró hacia la puerta de entrada al edificio y consiguió distinguir a la pequeña bola de pelo blanco entre la multitud de jóvenes. El animal estaba entrando en el edificio, así que Angie fue corriendo tras él. Dentro del edificio, no sabía si ir a la izquierda o a la derecha, por lo que decidió preguntar a los dos profesores que se estaban dirigiendo a la salida.
   -Perdonen, ¿han visto al perrito que acaba de entrar? 
   -No. -Contestó uno de ellos con el ceño fruncido. -¿Estás segura de que ha entrado un perro?
La chica meneó la cabeza, pero por una parte entendió que era normal no darse cuenta del perro, con lo pequeño que era. Decidió ir a la izquierda, hacia los aseos de las chicas. Los pasillos estaban vacíos, al igual que los aseos. Se paró al atravesar la puerta y miró a su alrededor. Y ahí estaba el animal, acostado en la esquina, con la respiración agitada, como si hubiera recorrido toda la ciudad con sus cuatro cortas patitas. Angie se le acercó con calma y posó una de sus manos en el vientre del perro para acariciarlo. Acto seguido, hurgó en su mochila para coger una botella de agua, dar de beber al animal y refrescarlo un poco. Lo que era una blanca bolita de pelo, se convirtió de repente en una rojiza mata de pelo mojado, untado en un gran charco de... «Sangre.» Pensó Angie y se alejó con rapidez del cuerpo del animal. 
Después de dar un grito, se quedó paralizada y temblando en medio de la estancia. Un grupo de chicas entró y avisó inmediatamente a los dos profesores de antes, que entraron corriendo preocupados.
   -¿Qué demonios ha ocurrido aquí? -Preguntó uno de ellos desconcertado, mirando a Angie, que seguía de pie con su mirada fija en el perro.
El aseo se llenó de gente. Alumnos y profesores murmullando entre sí, tapándose la boca con las manos, asombrados y asustados.
   -Angie, ¿por qué has hecho esto? -Preguntó de nuevo el profesor acercándose a ella lentamente.
Angie finalmente reaccionó y miró al profesor con sus ojos llenándose de lágrimas.
   -Yo sólo le di un poco de agua... -Dijo sollozando y, mirándose la mano, se dio cuenta de que llevaba un cuchillo. Un simple cuchillo que utilizaba su madre para cortar verdura, ahora estaba lleno de sangre de un inocente e indefenso perro. Angie no sabía qué hacía ese cuchillo en su mano. Sólo se recordaba sacando una botella de agua de su mochila para refrescar al cansado animal. Lo que la confundió aún más, era que recordó que en realidad no tenía ninguna botella de agua en su mochila.
   La policía no tardó en llegar. Interrogaron a Angie, que intentó explicar todo lo que ocurrió, negando haber matado a ese perro, porque por lo que recordaba, ella no lo hizo. Aún así, nadie parecía estar de su lado, nadie le creía. Ni siquiera su madre, que aunque intentaba creer a su hija, se dejaba notar que no le creía para nada. 
Después de 15 minutos sentada en un banco del pasillo, mientras su madre hablaba en el despacho del director con éste y con dos agentes de policía, vio a su madre salir del despacho con cara de preocupación.
   -Lo siento mucho, Angie... -Dijo la madre mirándola con tristeza. -Sé que estás convencida de que no mataste al perro. Sé que todavía estás mal por Max. Te entiendo, pero entonces, ¿qué hacías con el cuchillo en la mano, Angie? 
   -Yo...
   -¿Y lo que te pasó en el baño anoche? El espejo estaba bien, la puerta estaba abierta. Se lo expliqué a los policías y hemos tomado una decisión, Angie. 
La chica suspiró y se imaginó lo que pasará ahora con ella.
   -Hemos decidido que lo mejor para ti será ingresar en un hospital de salud mental... -Dijo la madre finalmente.
   -Crees que estoy loca, ¿verdad? ¿Crees que lo imaginé todo? Yo no maté al perro, mamá. Yo no podría matar a un perro. -Angie empezó a llorar en la mitad de la frase y decidió salir corriendo. 
Dejó atrás a su preocupada madre, que quería lo mejor para su hija. Pero Angie lo que necesitaba en este momento era apoyo. Necesitaba que alguien le crea, confíe en ella y le dé consejos. Ahora todo el mundo creía que era una psicópata. Estaba rodeada de gente, pero se sentía más sola que nunca. «Hasta mi propia madre quiere encerrarme en un manicomio.» Pensaba. 
La chica saltó la parte trasera de la valla que rodeaba el edificio, y corrió hasta una pequeña plaza con una fuente en medio. No había nadie en la plaza, ni tampoco agua en la fuente. Angie miró a su alrededor y vio un bar al otro lado de la calle. El típico bar frecuentado por hombres mayores de cuarenta que se quedaban bebiendo hasta la hora de cerrar. 
Decidió entrar e ir directamente al aseo. Las puertas tenían cerrojo, lo cual estaba bien, porque Angie no quería que ni su madre, ni la policía, ni quien sea que la está buscando ahora mismo la encuentre. 
La chica apoyó ambas manos en el lavabo, que estaba sucio y pegajoso, pero no le importaba. No le importaba nada en este momento. Se miró en el espejo y vio su imagen borrosa, porque al contrario del espejo en su casa, este estaba hecho un asco. Ahora le daba miedo mirar en los espejos. Le recordaba lo sucedido anoche y temía que volviera a pasar. Tal vez sólo haya sido su imaginación, pero parecía tan real... 
Las manos de Angie se cerraron en puños y golpeó el espejo con uno de ellos, dos veces, con rabia. Ahora, su imagen en el espejo se veía distorsionada, igual que anoche. La sangre chorreaba de su puño, aún cerrado, con trozos del espejo clavados. Cogió un gran trozo afilado que se había caído del espejo y con su mano herida, temblorosa, acarició la muñeca de su otra mano con la punta del afilado pedazo de cristal. «Nadie te echará de menos, Angie.» Pensó. «Tu madre cree que estás loca y quiere encerrarte en un jodido manicomio. No tienes amigos porque eres demasiado rara para los demás. Tu padre no te aguantaba, por eso se fue.» Pensando así, pasaba la afilada punta del cristal por su muñeca izquierda, cada vez apretando más. Sintió las calientes lágrimas bajando lentamente por su cara. «El único amigo que tenías, no podía hablar, por eso era tu amigo. Ni siquiera era un amigo de verdad... Un perro se iría con cualquiera que le diera un plato de comida y un maldito sitio para dormir.» Apretando aún más, se hizo una herida que no tardó en dejar salir sangre. Sangre que bajaba de su muñeca, manchando el suelo, creando un pequeño charco. A Angie le temblaban las rodillas, por lo que decidió sentarse en un rincón y seguir rajando su muñeca. Se sentía cada vez más débil, pero aún era capaz de pensar. «Y ahora estás en el asqueroso aseo de un puñetero bar de viejos, quitándote la vida con un trozo de espejo... Haces bien, Angie. Le haces un favor a tu madre, que no tendrá que preocuparse más por tu jodida salud mental.» La vista de la chica empezó a nublarse, veía todo oscuro y decidió cerrar los ojos, apoyando la cabeza contra la puerta del aseo.«Sabes perfectamente que mataste al perro en el instituto. Tenías ganas de matar, por eso guardaste el cuchillo en la mochila. Sentías rabia por la muerte de tu perro y decidiste quitarle la vida a otro. Tu madre tiene razón, Angie. Eres una psicópata. Una psicópata que será olvidada en menos de una semana, porque no ha sido importante para nadie. Porque nadie la quería. Nadie confiaba en ella. Nadie le creía. Y nadie jamás llegó a conocerla de verdad.»

1 comentario:

Al estilo manga dijo...

Estaba pensando en lo difícil que sería distinguir una fantasía de la realidad. Muy buen relato.

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